Frontera: LA MUERTE DE LARA ARREGUIZ LA DOLOROSA FOTO QUE MUESTRA EL PEOR ROSTRO DE LA PANDEMIA EN ARGENTINA

Tenía apenas 22 años, se contagió de COVID y pasó horas tirada en el frío piso de un hospital público de Santa Fe. Esperó un cama en terapia intensiva que llegó tarde. No se salvó. La imagen de sus últimos momentos de vida sacuden la conciencia.

Es más larga de relatar la odisea que la llevó a la muerte, que los cortos años de su vida joven, 22, quemados en la hoguera fatal de la pandemia y la falta de recursos. Lara Arreguiz murió el viernes 21 de mayo, a las 3 de la mañana, en el Hospital Iturraspe de Santa Fe, víctima del Covid y de cierta desidia que trató de enfrentar el mal sin medios, sin camas de hospital, sin oxígeno suficiente para salvar a una chica que se bebía loa vientos, que le plantaba cara a su diabetes, que amaba a los animales, que quería ser veterinaria, que llevaba en su bolso último unas fotos familiares, que vivía sola en Esperanza, a treinta kilómetros de Santa Fe, porque allí late parte de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad Nacional del Litoral; una chica que tenía como mascotas, en su casa, a tres perros, dos gatos (una, negra y resabiada) y dos serpientes, que lucía cerca de su sien derecha un corazón tatuado en rojo, tal vez una esperanza, o un amor desolado, o un futuro por venir. Una chica que ahora está muerta.

La foto de Lara Arreguiz conmueve a todo el país. Su muerte indigna en medio del horror de la pandemia.

Accedió a una cama de hospital porque el virus la venció y porque no quería darse por vencida: se acostó en el piso embaldosado del hospital, su madre tomó la foto, la imagen sensibilizó algo, o a alguien, y Lara tuvo así su cama que le prometía en silencio la salvación imposible.

Lara indefensa, abandonada a su destino en el piso de un hospital, es la Argentina de rodillas frente al virus y frente a la ineficiencia de las autoridades que hace cinco meses prometen vacunas que no llegan y eligen culpar por la crisis a los medios de comunicación y a sus enemigos políticos.

Lara llevaba el nombre que Boris Pasternak imaginó para su heroína del “Doctor Zhivago”. A su modo, fue una heroína de sí misma, tarea nada fácil de cumplir. Nació en 1999, cuando el gobierno de la Alianza llegaba al poder y se incubaba el descalabro del corralito y de la crisis del 2001. A los diez años le detectaron diabetes, insulino dependiente, frágil y con coraje. Padeció en algún momento un tipo de desorden alimentario que la hizo perder veinte kilos. Volvió. Era una luchadora.

El jueves 13 de mayo volvió también del gimnasio, porque si bien no era deportista, ni amante de los deportes, tomaba lecciones de artes marciales. Tuvo frío después del baño, frío y tos, buscó el calor de la estufa y la paz de la noche. En vano. Al día siguiente seguía la tos y nació la preocupación, la duda, el presentimiento. Lo normal en esta época de pandemia: te duele una uña y pensás lo peor. Lara hizo lo que se debe hacer: llamó al papá Alejandro y a la mamá Claudia para que la fueran a buscar. Cuando es preciso volver a la cuna, no se debe hacer otra cosa. Claudia recurrió a las nebulizaciones, al puff que ayada a los asmáticos, pero Lara se sentía ahogada, incapaz de respirar.

La llevaron entonces al Hospital Protomédico Manuel Rodríguez, de la ciudad de Recreo. Allí no había camas. Había, sí, una silla de ruedas donde la sentaron y le dieron oxígeno durante cuatro horas. Y a las siete y media de la tarde le pidieron que regresara el lunes tempranito, a las ocho y media, para hacer unas placas. Las placas revelaron una pulmonía bilateral provocada por Covid: en dos días, el virus se había adueñado de los pulmones de Lara. Le medicaron un antibiótico oral cada ocho horas y nebulizaciones. Y le aconsejaron consultar en el Iturraspe en procura de un lugar.

Pero Lara soporta sólo quince minutos en casa y vuelve a la espantosa sensación de ahogo. Al mediodía del lunes, tercer día de la infección, su madre ruega que le permitan el ingreso al hospital: su hija está descompensada, se desmaya; pasa a una sala de espera abarrotada, de gente sola, sin acompañantes: sólo ella está junto a su hija, porque Lara ni siquiera puede explicar qué siente, qué le pasa. Un enfermero es quien decide cuáles pacientes precisan respiración asistida y cuáles pasan a la guardia común. Todos los enfremos, sospechados de Covis o aquejados por otros males, comparten ese espacio en común.

Madre e hija son atendidas por una enfermera que, luego de algunas preguntas, les pide que esperen, otra vez más espera, en el hall de entrada. Lara necesita estar horizontal. La mamá pide una camilla que le niegan porque es para ser usada por una paciente de riesgo. Los protocolos son los protocolos. Lara elige el piso, la madre le advierte: Los protocolos son los protocolos son los protocolos. Lara elige el piso, la madre le advierte: está frio, y sucio. Lara se acueste en el piso frío y sucio. Entonces Claudia coloca el bolso a modo de almohada. La foto es de una desolación devastadora. Lara en posición fetal, barbijo celeste, con una campera de mamá como colchoneta, con los reflejos rojizos en el pelo que acaso hayan hecho perder el sueño a algún galán de la facultad, parece recuperar fuerzas con una siesta salvaje después de un día agitado de juvenilia. Pero otra mujer, una extraña, percibe el desamparo, se quita su campera de jean desgastada y abriga ese cuerpo joven que parece descansar. A Lara le quedan noventa y seis horas de vida.

La foto se replica miles de veces, mientras los pulmones de Lara, que amaba a los animales, empiezan a colapsar. Ese lunes a la noche, surge una cama para Lara en el Hospital Iturraspe, mientras las autoridades admiten que ya no hay “camas críticas” ni en Santa Fe, ni en Rosario, ni en Rafaela. El martes, una médica y una asistente social se comunican con los padres de Lara. Se trata de reseñar el cuadro clínico y coordinar las visitas. Pero el miércoles Lara pasa a terapia intermedia para controlar sus niveles de insulina. El jueves, la glucemia estaba controlada, pero los pulmones estaban muy dañados.

El padre la ve, es una imagen dura como son las escenas de una terapia de cualquier intensidad. Lara, por señas, todo transcurre delante y detrás del cristal de una ventana, le dice que le cuesta respirar. Las enfermeras repiten el canto sagrado, es joven, fuerte, hay que esperar, esta maldición se pelea minuto a minuto. El jueves, el padre recibe un llamado que le parece extraño, y acaso lo sea, desde el hospital le preguntan si quiere ir a ver a su hija. Sí, claro que quiere. Reúne dos o tres tonterías que Lara había pedido: manzana rallada, una musculosa, una toalla. La encuentra deteriorada, de costada, con una máscara de oxígeno y con las señas inconfundibles de ahogo. El hombre se quiebra, cabalga desamparado entre su dolor y el consejo médico que le pide, le ruega, que su hija lo vea entero.

Cuando el padre regresa a casa, le avisan que Lara pasó a terapia intensiva y que debieron entubarla. Los padres saben, sienten que un mundo se derrumba. Termina el jueves. A las tres de la mañana del viernes llega el llamado del hospital y escucha lo que no cree: Lara nurió, ni siquiera se interesa por detalles clínicos, tres paros cardíacos, maniobras de recuperación, pero… Es el padre quien avisa a la madre. Y ya está.

“Se nos fue una de las grandes. Te vamos a extrañar tanto que no entra en palabras”, expresaron desde la organización S.O.S. Caballos de Santa Fe.

Salvo para sus seres queridos, sus hermanos, el círculo concéntrico de sus familiares y amigos donde sí dejó unas marcas profundas e imborrables, Lara no dejó más huellas. No es la Lara de Pasternak, nadie le enseñó a tocar la balalaika. Ni siquiera sabemos que tan buena veterinaria pudo haber sido, ni cuánto la extrañarán sus mascotas, ahora repartidas entre amigos y familia.

Sí rondan por las redes algunas fotos cedidas por sus íntimos. En todas se la ve a Lara, con los reflejos rojizos, besar a alguno de sus animale. Se ven sus tatuajes, el corazón de la sien derecha, la pierna izquierda llena de arabescos, digna de “El Hombre Ilustrado”, de Ray Bradbury, y unos laureles alrededor del cuello, como la ofrenda que los dioses reservaban para los héroes homéricos.

Una de esas fotos es muy graciosa. Se la ve dándole un beso en la mejilla a un ternero, y el ternero abre unos ojos como para decir. “¿Es cierto esto?” Otra foto la muestra junto a un perro de narizota negra, muy afable, pero con un dejo en lo profundo de los ojos que promete: “Tocás a mi reina y te mastico la yugular”. Y en otra, la más tierna y dramática, se ve a un caballo a una materia de recibirse de matungo, lastimado, desgreñado, crenchas de pelo como manchones, flaco, entrado en años, que también recibe con melancólica esperanza, un beso de Lara.

                                                                                                                                                                                               

TENÍA 22 AÑOS, ESPERÓ UNA CAMA DE TERAPIA INTENSIVA ACOSTADA EN EL PISO DE UN HOSPITAL Y MURIÓ POR CORONAVIRUS: EL DRAMÁTICO RELATO DE SUS PADRES

La historia de Lara Arreguiz conmueve a la provincia de Santa Fe. Empezó a tener síntomas el jueves 13 de mayo y falleció el viernes 21 en el viejo Hospital Iturraspe. Vivía en la ciudad de Esperanza, estaba estudiando veterinaria y era paciente de riesgo. El crudo reflejo de la saturación del sistema de salud

En su casa vivía con tres perros, dos gatos y dos serpientes. “Odiaba a las injusticias y el maltrato animal”, acreditó su mamá.

Lara Arreguiz tenía 22 años y vivía sola en Esperanza, una ciudad ubicada a treinta kilómetros de la capital de Santa Fe y sede desde hace sesenta años de las actividades académicas de las facultades de Ciencias Agrarias y de Ciencias Veterinarias de la Universidad Nacional del Litoral (UNL). Era estudiante y quería ser veterinaria. En el departamento que sus padres le alquilaban cerca del campus vivía con tres perros, dos gatos y dos víboras. Hoy las mascotes de Lara fueron adoptadas por amigos y familiares.

A los diez años se le había declarado la diabetes. Era insulino dependiente. La noche del jueves 13 de mayo volvió a su casa después del gimnasio, se bañó y se sentó cerca de la estufa porque tenía frío. Estaba hablando por WhatsApp con Alejandro, su papá. Él le preguntó cómo estaba y ella le respondió que tenía mucha tos: supuso que la transición brusca del frío del ambiente al calor de la estufa le había hecho mal. Pero no era eso.

Al otro día, más tos y un principio de preocupación. Llamó a su papá y a Claudia, su mamá, para que la vayan a buscar. Se hospedó en la casa de su mamá: le practicó nebulizaciones, le aplicó unos puffs. El dolor no se iba. Ella manifestaba que seguía ahogada. Decidieron llevarla al Hospital Protomédico Manuel Rodríguez, un centro de hisopado que funciona en la ciudad de Recreo. Los sanatorios privados, entendieron, no iban a recibirla con síntomas compatibles con coronavirus.

En el Protomédico comprendieron que eso del colpaso sanitario era cierto: no había camas disponibles. Eran las siete de la tarde del domingo. La sentaron en una silla de ruedas. Estuvo cuatro horas con asistencia de oxígeno esperando que mejorara su saturación. Le pidieron que volviera el lunes a las 8:30 de la mañana con un turno para hacerle unas placas y el hisopado correspondiente. “Tenía covid. Las placas dieron pulmonía bilateral, en solo dos días fue impresionante cómo avanzó la enfermedad y le tomó ambos pulmones, por eso se ahogaba”, contó el papá en diálogo con el medio local Infomercury. A Infobae, Alejandro le pidió disculpas y solo pudo responderle: “Estoy hecho pelota, sin ganas de hablar”. Agregó, además, que Claudia tiene más fuerzas que él para relatar los hechos.

“Le dieron un antibiótico vía oral y nos dijeron que no tenían las condiciones para atender a un paciente de alto riesgo como ella”, relató la mamá. Les indicaron regresar a casa, darle una pastilla cada ocho horas durante una semana y continuar con las nebulizaciones. Les recomendaron consultar en el Hospital Iturraspe la disponibilidad de camas en caso de agravarse el cuadro. Estuvieron solo quince minutos en su casa: Lara empezó a ahogarse de nuevo. Eran las doce del mediodía cuando llegaron al nuevo Hospital Iturraspe, inaugurado en 2019 y calificado por la gobernación de Santa Fe como el más moderno del país. Volvieron a comprender que la saturación del sistema de salud es cabal.

Era lunes: tercer día desde la aparición de la sintomatología. “Tuve que decirle tres veces a la persona de admisión que por favor la haga pasar. Ella estaba muy descompensada, me decía que se desmayaba”, contó Claudia en diálogo con Infobae. La sala de espera estaba abarrotada de gente. Interpretó que todos estaban sin acompañante salvo ellas: la habían dejado ingresar porque su hija no podía manejarse por sus proprios medios, Lara no era capaz ni de contar lo que estaba sintiendo. “Primero me hicieron ver a un enfermero en un pasillo. Él desde ahí deriva a los que necesitan respiración y a quienes van a atenderse a guardia común. Todas las personas que tienen que atenderse por otras cosas sí o sí pasan por donde está la gente con posible covid. El protocolo no se respeta. En la sala de ingreso solamente hay una cinta de peligro que separa a la gente con posible covid de los demás”.

Una enfermera la atendió. Le hizo una serie de preguntas y le pidió que esperara en el hall de entrada. Lara estaba ahogada, le faltaba el aire, le costaba respirar. Quería recostarse. Claudia vio una camilla en el pasillo y le preguntó a los enfermeros si podía utilizarla para que su hija descansara. Se la negaron por protocolo. “El piso estaba frío y sucio, pero ella se acostó igual”, narró la mamá. Una señora la vio y se compadeció: se sacó su campera y la tapó. “Se acercó y me recomendó que no se acostara en el piso porque estaba frío. Pero mi hija quería recostarse. Le pusimos mi campera y el bolso abajo, y ella me dio la suya para taparla. No le importó que mi hija tuviera coronavirus”, agradeció.

“Ahí le saqué una foto de la indignación que tenía. Cuando pasó un médico y la vio, yo le dije que ‘acá la gente no se muere por covid, se muere por la ineficiencia de las personas’”. Claudia estaba furiosa con la indiferencia y la falta de empatía de los profesionales. Dice que nadie de los que estaban en la sala de espera lucía tan descompuesto como Lara, quien ya tenía la confirmación del diagnóstico y un cuadro de riesgo con su dependencia por la insulina. “La señora tuvo más empatía que todos los médicos que estuvieron ahí ese día”, reflexionó.

Un médico, finalmente, la convocó a su consultorio. Lara tenía ganas de vomitar de la fuerza que hacía para toser. El doctor le recetó un antibiótico suplementario y le sugirió a la madre que le siguiera dando puffs en su casa. Claudia no aceptó la indicación: quería que a su hija la internaran porque temía no poder controlar sus niveles de glucemia. El médico aceptó. Lara quedó atendida en una sala de consulta y Claudia regresó a la sala a esperar.

Habían pasado ya cuatro horas desde su ingreso al nuevo Hospital Iturraspe. Estuvieron otras cinco horas más. “En ningún momento esa sala estuvo vacía, era increíble la cantidad de gente que había ahí”, dijo Claudia. En ese lapso, a su hija la asistieron con oxígeno y le tomaron nuevas radiografías. La asistencia respiratoria logró calmarla. Por WhatsApp le pidió a su mamá que le llevaran algo para comer. Un enfermero le alcanzó un yogurt que le había comprado Claudia, quien seguía esperando afuera.

A las nueve de la noche, llegó una ambulancia. Lara salió del hospital con el suero en la mano sin ningún parte médico y sin la ayuda de ningún médico de la guardia. Claudia la sostuvo para subirse a la camilla. Un enfermero de la ambulancia le cuestionó la manipulación de una paciente con diagnóstico confirmado. Le respondió que es su hija y que la va a ayudar siempre. Fue la última vez que la vio. Ella, que ya había recibido las dos dosis de la vacuna contra el covid-19, quedó aislada por ser contacto estrecho.

El lunes por la noche ingresó al viejo Hospital Iturralde. Ese día, el director de Salud de la provincia de Santa Fe, Rodrigo Mediavilla, aseguró que ya no había camas críticas disponibles en Rosario, Santa Fe y Rafaela. El martes una doctora y una asistente social se comunicaron con los padres para enseñarles el cuadro clínico y coordinar las visitas. Alejandro, que ya había tenido covid-19, podría acercarse al centro de salud. El miércoles la paciente ingresó en sala intermedia para controlar la insulina mediante una bomba de hidratación. El jueves su glucemia ya se había controlado, pero su sistema respiratorio estava muy dañado: el virus tomado sus pulmones.

“Las enfermeras nos decían que nos tranquilicemos, que ella era una chica joven y fuerte. Yo la iba a visitar todos los días, solo quince minutos mediante una ventana, era muy duro verla ahí sola sin poder hacer nada”, relató Alejandro. El jueves le enviaron un mensaje del hospital preguntándole si quería ir a visitarla. “Me pareció raro, olía que algo malo podía estar pasando. Ella me había pedido que le lleve manzana rallada, una musculosa y una toalla, así que preparé un bolsito y me fui para allá. Cuando llegué estaba de costado, muy mal, con una máscara de oxígeno. Me miraba y me hacía señas de que estaba ahogada. Yo me quebré, no podía verla así. Vinieron unos enfermeros y me dijeron que ella me tenía que ver bien”.

Cuando volvió a su casa, le dijeron que la habían pasado a terapia intensiva y que la había entubado. “Ahí el mundo se me vino abajo. Nos volvieron a decir que nos quedáramos tranquilos, que era joven, que iba a salir adelante”, recordó. A las tres de la mañana del viernes 21 de mayo le avisaron que su hija había muerto luego de sufrir tres paros. Él llamó a la mamá y le dio la noticia. “Era un ángel, una chica sin maldad. A mí se me murió un hermano, pero mi mamá siempre me decía que no hay dolor como la muerte de un hijo y es así, tal cual, un dolor en el alma que asfixia”, expresó.

Con su papá era una chica seria, no tenían una relación sobrada de afecto. Era su única hija, su debilidad. En los trámites póstumos, le pidieron el documento de Lara. “La mamá me dijo que estaba en su mochila, así que otra vez me fui hasta el Iturraspe a buscar sus pertenencias. Estaban dentro de una mochila. Cuando meto la mano para buscar el documento, encientro cuatro fotos mías con ella. Me mató, no sé por qué las llevó, quizás se la veía venir o tenía mucho miedo”, interpretó. “Fue todo muy injusto. Falta de solidaridad, profesionalismo y empatía”, insistió Claudia en su descargo en redes sociales. “Si de entrada hubiese tenido un suero o una cama de terapia, mi hija se hubiese salvado. Más allá de que esté todo el sistema desbordado, faltó en ese momento sentido común”, dijo la mamá de Lara y de Camila de 19 años, Mateo de 14 e Isabella de 9.

Lara se había mudado a Esperanza para estudiar Ciencias Veterinarias en 2019. Estaba cursando el tercer año de la carrera. A los 16 había sufrido una descompensación severa por un problema alimenticio: había bajado veinte kilos en un mes. La curó el voluntariado en la organización S.O.S. Caballos de la ciudad de Santa Fe. Había empezado a asistir para limpiar el hábitat donde duermen los caballos. Su amor por los animales le devolvió el ánimo, el bienestar y la salud. Era su causa y su paz.

“Quería ser veterinaria pero no quería ponerse una veterinaria, quería irse a vivir al campo. Se peleaba con todo aquel que le hiciera algo mal a un animal. Odiaba las injusticia y amaba a los animales”, repitió Claudia. Los tres perros que había adoptado eran callejeros, una de sus gatas estaba ciega y las víboras que vivían con ella pertenecían a una amiga. Después de su muerte, las víboras volvieron con su dueña original, Salem -la gata ciega- quedó en la casa de una de sus amigas y Felipe -el otro gato- más los perros Ivar, Bonie y Beku se fueron a vivir con Claudia y su familia. Una manera de honrar la memoria de Lara.

(Sala de Prensa con Infobae)

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