Costa oeste de Florida, 1 de mayo de 1528. Por momentos, la tensión aumenta y el aire parece cargarse de una energía negativa. Álvar Núñez Cabeza de Vaca, tesorero de Carlos I y alguacil mayor, y Pánfilo de Narváez, gobernador y comandante de la expedición, se mantienen la mirada, a pesar de que este último es tuerto. Cabeza de Vaca, treinta y tantos, se muestra prudente y desafía a su superior, ya entrado en años –roza los sesenta– pero fogoso e impulsivo.
Pánfilo quiere aventurarse con la expedición tierra adentro, un paraje pantanoso habitado por tribus de indios que confeccionan flechas capaces de atravesar un roble. Cabeza de Vaca estima conveniente permanecer junto a los navíos, vigilados y fondeados en puerto seguro. En caso de alejarse de la costa perderían de vista las embarcaciones y no habría modo de regresar.
Pero, claro, en la provincia Apalache, al noroeste de Florida, hay mucho oro. O al menos eso les han dicho los indios. También hay maíz sembrado, y los conquistadores están famélicos. Entonces, Pánfilo cuestiona la valentía de su subalterno. Pero Cabeza de Vaca no es ningún cobarde: “Yo quería más aventurar la vida que poner mi honra en esta condición”, explica en su obra Naufragios (publicada en Zamora en 1542), un extraordinario relato de la fatídica expedición. Sería, además, la primera narración histórica sobre el sur de lo que hoy corresponde a Estados Unidos.
Hombre culto e inteligente, Cabeza de Vaca había participado en su juventud en la batalla de Rávena en Italia y en la toma del Alcázar de Sevilla durante la revuelta de las Comunidades de Castilla.
TEMPESTADES
La expedición de Narváez partió del puerto de Sanlúcar de Barrameda, en Cádiz, para conquistar y gobernar los territorios existentes entre el río de las Palmas (conocido como río Grande en Estados Unidos y como río Bravo en México) hasta el cabo de Florida.
Carlos I de España contaba 27 años, y ya había decidido anteponer los asuntos exteriores a la política interior. El descumbrimiento de América se había producido bajo el mandato de los Reyes Católicos, sus abuelos maternos. Carlos I deseaba seguir esta línea, y para ello envió grandes flotas hacia el Nuevo Mundo en busca de oro y plata.
La armada que cruzó el Atlántico estaba integrada por cinco navíos, con unos 600 hombres. Hicieron un alto en la isla de Santo Domingo (La Española, donde Colón estableció el primer asentamiento español en América) para abastecerse de víveres y, sobre todo, de caballos. Más de 140 hombres se quedarían allí en busca de un pedazo de tierra.
La siguiente parada fue Santiago de Cuba. En esta ciudad se enrolaron nuevos efectivos, además de aprovisionarse de armas y más caballos. En Trinidad, situada en el centro sur de la isla, les sobrevino un temporal que despedazó dos buques (con 60 personas y 20 caballos a bordo) y arrasó la población. Los tripulantes estaban tan atemorizados que decidieron posponer la expedición hasta después del invierno.
Así, a principios de 1528 embarcaron 400 hombres y 80 caballos en cuatro navíos y un bergantín. Días después, cuando ya acariciaban La Habana, una nueva tempestad los alejó de la isla y los empujó a la costa de Florida. Costearon el litoral con las naves hasta llegar a la bahía de Tampa, donde atisbaron un asentamiento indígena.
Los expedicionarios hallaron cajas de mercaderes de Castilla, y se sobresaltaron al comprobar que cada una de ellas contenía un cadáver, cubierto con cuero de venado pintado. Una prueba de que no solo no eran los primeros blancos que habían pisado esas tierras, sino que sus compatriotas se habían topado con un final funesto.
Finalmente, siguiendo las órdenes de Pánfilo de Narváez, los expedicionarios se internaron tierra adentro en busca de la famosa provincia Apalache cargada de oro. Intercambiaron cuentas, cascabeles y otras baratijas con los indios a cambio de un guía que los condujese a través de aquel terreno pantanoso, repleto de árboles gigantes.
A medida que avanzaban, el fulgor del oro se iba apagando en los expedicionarios, y el hambre cobraba cada vez más fuerza. Recibieron varias acometidas de los indios, que se acercaban a rastras sin producir ruido. Utilizaban arcos gruesos y largos, y por lo visto no fallaban el tiro. Eso sí, sentían un terror absoluto por los caballos.
HAMBRE
Los viajeros llegaron a Apalache, una tierra que se les antojó pobre y despoblada. Mantuvieron un trato amistoso con muchos indios, que les recomendaron dirigirse al pueblo de Aute, donde contaban con abundante maíz, frijoles y calabazas, y pescado.
Descansaron allí varios días y se encaminaron hacia la costa. El hambre continuaba causando estragos, y al poco se habían comido ya todos los caballos (al lugar lo llamaron “bahía de Caballos”). Las bajas eran frecuentes, unos fallecían por desnutrición y otros flechados por los indios, así que el viaje debía continuar por mar.
Primero fabricaron las herramientas, y al cabo de mes y medio ya habían construido cinco barcas. La navegación fue un suplicio: bebieron agua salada, sufrieron una fuerte tormenta y padecieron más ataques de los indios. Cuando alcanzaron la desembocadura del Misisipi, la fuerte corriente los desvió mar adentro y las barcas se dispersaron.
Cuando amaneció, Cabeza de Vaca se topó con la barca del gobernador, que había perdido los papeles: “Él me respondió –dice Cabeza de Vaca– que ya no era tiempo de mandar unos a otros; que cada uno hiciese lo que mejor le pareciese que era para salvar la vida”.
La expedición había fracasado. Dos barcas se perdieron, una de ellas la de Pánfilo de Narváez. Una tercera zozobró y sus tripulantes se incorporaron a la de Cabeza de Vaca. Navegaron durante cuatro días en unas condiciones terribles. Al cabo de estos la barca embarrancó con violencia, y los marinos se arrastraron por la orilla como muertos vivientes.
Allí se encontraron con la gente de la quinta embarcación. Habían llegado a la isla que llamaron “de Mal Hado” (hoy Galveston, en Texas), donde padecieron un hambre extrema y varios cristianos recurrieron al canibalismo, provocando un gran escándalo entre los indios.
Cabeza de Vaca enfermó y permaneció durante un año con una tribu de indios fuera de la isla, donde solo quedaban Hiéronimo de Alaniz y Lope de Oviedo, ya que el resto del grupo partió hacia México.
Posteriormente, Cabeza de Vaca se trasladó con los charruco, “que moran los montes”. Pasó casi seis años entre ellos, ejerciendo de mercader: viajaba tierra adentro portando conchas de caracoles (los indios utilizaban los pedazos para cortar un tipo determinado de fruta) y debía regresar con pieles, con sílex para las puntas de flecha o con caña resistente para saetas. En todo ese tiempo el español no huyó porque no quería abandonar a Lope de Oviedo, que se negaba a irse y, peor aún, no sabía nadar.
CUATRO SUPERVIVIENTES
Unos indios informaron a Cabeza de Vaca y Lope de Oviedo de la presencia de tres cristianos en la zona, que eran maltratados por otros nativos. Eran los capitanes Alonso del Castillo y Andrés Dorantes y el esclavo de este último, Estebanico el Negro, natural de Azamor, en Marruecos, y probablemente el primer africano que pisó Norteamérica.
Les apuntaron con los arcos en el corazón, amenazándolos de muerte. Lope de Oviedo no quiso saber nada más y se fue con unas mujeres de aquellos indios. Nunca se volvió a saber de él.
Cabeza de Vaca se encontró con Andrés Dorantes, que le explicó que se habían establecido en aquel lugar porque Castillo y Estebanico no sabían nadar, y aquella tierra estaba plagada de ríos y ensenadas. Según el historiador estadounidense Alex D. Krieger, debían de encontrarse en algún punto cercano a la desembocadura del río Guadalupe (Texas).
Los cuatro náufragos prepararon la huida, pero para no levantar sospechas entre los indios permanecieron seis meses más junto a ellos. Llegada la estación de las tunas, se unieron a la tribu y migraron a otras tierras donde crecían estas frutas. Era el momento justo de escapar, pero el plan se frustró.
Los expedicionarios se vieron forzados a esperar otro año, hasta el inicio de la nueva estación de las tunas. Finalmente partieron, avanzando erráticamente hacia el oeste por una tierra de enormes pastos. Creyó que andaban cerca de Veracruz, México, pero desconocía que aún se hallaban a más de 900 kilómetros de distancia.
Los siguientes en recibirlos fueron los indios avavares, mucho más hospitalarios que los anteriores. Les dieron aposento en sus casas, y la primera noche que compartieron con ellos se produjo un hecho sorprendente que cambiaría el porvenir de los viajeros. Unos indios que padecían fuertes dolores de cabeza se acercaron a Alonso del Castillo y le rogaron que los curase. Este se limitó a santiguarles y a encomendarles a Dios. Acto seguido, los indios dijeron que el dolor había desaparecido.
Así pues, en adelante, los cuatro expedicionarios ejercieron de curanderos y llegaron a ser honrados como dioses. Pero su nueva condición no les ahorraba dificultades. Aprendieron a confeccionar objetos de utilidad (como peines, arcos y flechas) y comerciaron con ellos, pero el hambre era permanente.
Pasaron de un poblado a otro, siempre hacia el oeste. Un grupo de exaltados se sumó a la marcha, y aprovechó la condición divina de los cristianos para ampararse en ellos y saquear propiedades ajenas. La situación había degenerado por completo y los expedicionarios decidieron zafarse de los revoltosos.
El paisaje entonces se volvió accidentado, con sierras despuntando en el horizonte. Encontraron a los indios más blancos que habían visto. Creían estar a quince leguas (unos 85 km) del mar, pero prefirieron aventurarse a través de las montañas y evitar la costa, donde habitaban poblaciones indias muy peligrosas.
Probablemente atravesaron los actuales estados de Nuevo México y Arizona, costeando el golfo de California, pasando por Culiacán y llegando a Sinaloa.
CRISTIANOS
Finalmente alcanzaron el río Petután (hoy el Sinaloa, que desemboca en el golfo de California), donde hallaron un pueblo deshabitado con indicios de que otros cristianos habían estado allí. No muy lejos encontraron a cuatro de ellos a caballo, que se quedaron atónitos al verlos casi desnudos y en compañía de indios. Los pueblos estaban abandonados porque los cristianos tenían atemorizados a los habitantes de la zona.
Los cuatro náufragos, que para entonces lideraban un séquito de 600 personas, se encontraron con el resto de los soldados en la provincia llamada la Nueva Galicia. Los cristianos querían esclavizar a los indios que acompañaban a Cabeza de Vaca, pero estos se rebelaron.
Los soldados españoles escoltaron a los náufragos hasta Veracruz, donde, casi diez años después de haber partido, Álvar Núñez Cabeza de Vaca embarcaba con destino a España. Realizó un segundo viaje a América, en el que descubrió las Cataratas del Iguazú. Defendió dentro de sus límites a los nativos y se granjeó la antipatía de los colonizadores, especialmente de Domingo Martínez de Irala, que conspiró contra él.
En 1545, el Consejo de Indias lo condenó al destierro en Orán (Argelia). Once años después fue indultado por Felipe II, el hijo de Carlos I, y nombrado más adelante presidente del Tribunal Supremo en Sevilla. Cabeza de Vaca no se empapó de oro ni de gloria, pero su Naufragios, primera descripción de las tierras y gentes del sur estadounidense, continúa siendo una obra de referencia.